Las clases de Castellano ocuparon un lugar central en el programa escolar del siglo XIX. Por entonces el porcentaje de alfabetización sólo alcanzaba un 13% de la población. Es por ello que la Ley Orgánica de 1860 priorizó su enseñanza.
Para las autoridades decimonónicas, la lecto-escritura era parte del progreso intelectual y moral del pueblo, a diferencia de la oralidad que se asociaba con pueblos primitivos e incivilizados. Su enseñanza permitía modelar el carácter al requerir de orden, dedicación y perseverancia.
Los silabarios fueron el principal material de apoyo. Destacan el de Domingo Faustino Sarmiento, Método Gradual de Lectura, oficial desde 1845; El Lector Americano, de José Abelardo Núñez, vigente desde 1883; y el Nuevo Método Fonético Analítico-sintético para la enseñanza simultánea de la lectura y escritura, de Claudio Matte, usado desde 1902.
El cuerpo docente también empleaba láminas didácticas que mostraban las letras del abecedario, su correcta pronunciación en castellano y cómo éstas se dibujaban. Además, ilustraban los contenidos centrales de la instrucción primaria:
- El ser humano y sus roles sociales.
- El hogar y la familia.
- La escuela.
- El entorno social y natural.
- Símbolos y emblemas patrios para reforzar las nociones de nacionalidad e identidad.
La caligrafía se impartía desde el segundo año y se recomendaba porque "es uno de los medios mas poderosos para acostumbrar a los pequeños estudiantes a gobernar su cuerpo, a tener buena y elegante postura, a la limpieza i el aseo" (Programa de Instrucción Primaria, 1893: 21).
En la educación secundaria se incorporaba la lectura de clásicos universales, el estudio de ortografía, gramática y sintaxis, y la historia de la lengua castellana.
Nuevos silabarios y textos de estudio se crearon a partir de 1940 para acercar las letras a niños, niñas y adultos analfabetos de sectores marginados. Ejemplo de ello fueron El Lector del Obrero Chileno, y el Silabario del Huaso Chileno.